"Escribir es soñar despierta, imaginar en palabras, grabar los pensamientos, atravesar muros, saltar barreras, burlar límites, traspasar fronteras, vivir en libertad"
Solariana Penalva

sábado, 28 de agosto de 2010

El alado monstruo diurno

Había amanecido un día claro, luminoso, ardiente, sofocante; ni una nube perdida en el inmenso azul; todo en calma, todo quietud; algún leve trino de un pajarillo y el monótono chirriar de las chicharras interrumpían el silencioso ambiente de un aplastante día de los últimos de aquel verano. En apariencia se trataba de una pacífica jornada presta a ser disfrutada con paz y sosiego, nada hacía presentir nada en contra, todo contribuía a hacer pensar que todo estaba bien. Eso, en la mayoría de los corazones de aquella gente que se afanaba por disfrutar sus últimos días de las vacaciones estivales, de aquella gente que vivía sin plantearse problemas, sin pensar en el futuro, sin recordar cargas del pasado, que gastaban su dinero a espuertas para poder saciarse de aquello que se nos da gratis; gratis, en apariencia, porque si nuestra codicia nos lleva a ambicionar más rayos de sol del que debiéramos, luego éste nos pasa su factura. Gente que, una vez calentado su cuerpo hasta el extremo, gustaba de saborear el refrescante contraste de la salada agua del mar o zambullirse en medio del jolgorio de los vecinos de la urbanización que apuran los últimos días estivales en el clorado líquido de la piscina.

Pero no todo el mundo vivía tan despreocupado; aquel ambiente calmo, caluroso, brillante, no dejaba por ello de ser también amenazante. Todos no somos iguales, todos no tememos la noche y sus tinieblas, todos no sentimos paz a la luz del día, todos no nos sentimos aliviados con su claridad. Para Helia aquel ambiente era en extremo amenazante.

Ese día hubiera preferido permanecer en casa, tumbada en una hamaca, bajo una buena sombra, cercana a la puerta de entrada del domicilio. Pero ese día tenía un compromiso que no podía eludir. Helia se había acostado la noche antes con los latidos más fuertes que de costumbre, incluso se había acordado de rezar, y eso era algo que olvidó hace mucho, había orado rogando que amaneciera un día nublado, lluvioso, si no era mucho pedir, al menos, bastante encapotado; no era nada imposible lo que pedía, nadie se hubiera extrañado, los demás veraneantes podían prescindir del sol por un día, dedicarse a otros menesteres, podían aprovechar para ir organizando la vuelta de las vacaciones, salir de compras, tomar un baño en la playa diferente al de los demás días..., pero el cielo no escuchó sus súplicas, o, puede que las oyera y decidiera ser democrático y contentar a la mayoría.

Helia se levantó con un mal presentimiento, esos días solían ponerle el cuerpo muy mal, esos días le creaban un inexplicable desasosiego, una fuerte desazón, difícil de compartir y de entender por los que la rodeaban.

Remoloneó en espera de alguna nube protectora, de algún chubasco salvador, aunque hubiera sido breve, que le permitiera poder llevar a cabo su compromiso sin necesidad de poner al límite su frágil salud psíquica.

El tiempo pasaba rápido, el día, a medida que avanzaban las horas, y el sol se colocaba en su cenit, se hacía más y más cálido, más y más brillante, más y más temible, más y más amenazante. No cabía duda, era ineludible ser sorprendida por el camino por uno, o, a lo peor, más de uno, de esos terroríficos seres que la amenazaban en días soleados y calurosos como aquel, por una de esas criaturas diurnas cuyo aspecto, Helia, no podía soportar.

Con el corazón desplazado hacia su garganta, Helia se vistió ligera de ropa, aunque hubiera deseado tener un mono de esos, con escafandra y todo, como el que recordaba haber visto en alguna película en la que el protagonista debía llevarlo puesto para protegerse de alguna maléfica radiación o del contacto con algún virus exterminador. Pero debería llevar algo para protegerse. Un jersey no podría resistirlo en un día como ese, y además, sería una protección tan parcial..., no valía la pena pasar calor para nada. Una sombrilla, cargando con ella, todo el tiempo abierta, le proporcionaría una sombra constante que la protegería del contacto con tan temibles criaturas. No, no lo veía muy claro, la sombra se desplazaría hacia algún lado, mientras por el otro podría ser atacada. Además, era un artilugio tan pesado para cargar con él todo el camino abierto que la haría llegar exhausta y nada le aseguraba una total protección. Una toalla colgada al hombro, eso podría ser un arma de defensa, le proporcionaría cierta protección... Pero nada, una simple toalla, por muy XXX que fuera su tallaje, no le garantizaría un total aislamiento, en caso de ser atacada. Trataba de imaginar la escena, la toalla no serviría para nada.

No podía soportar la incertidumbre, los nervios empezaban a comerla, el tiempo avanzaba y no había resuelto cómo ir. Llamaría por teléfono disculpándose y olvidaría el asunto, pero...cómo podía hacer eso, perdería una oportunidad única, de esas que solo se presentan una vez en la vida, además, ella era una persona valiente, arriesgada, qué ridículo dejar de hacer algo importante por su maldito temor. Lo mejor sería no hacerse más planteamientos y coger el camino de una vez. Rezaría para no verse asaltada por los monstruosos seres, confiaría en la protección divina, o, mejor sería no pensar en ello, distraerse con alguna creación imaginaria, ir cantando, olvidar que esos monstruos existen; al fin y al cabo, a las demás personas les pasan desapercibidos, no les importunan, incluso hay quien los encuentra bellos (¿?), pero, ¿cómo?, si tienen el aspecto más terrorífico de cuantas criaturas puedan existir en la tierra e, incluso, en el inframundo de los sueños... "Helia, ponte en marcha, llegarás tarde; lo peor que podría suceder si uno de esos monstruos te ataca sería sufrir un infarto, de miocardio, o cerebral, da lo mismo, eso te mataría y se acabaría tu sufrimiento, o, en el peor de los casos, te dejaría en un estado de alienación total, hasta que alguien te encontrara viva o muerta".

Helia se decidió a abandonar el seguro sombraje del cobertizo de su vivienda, con las piernas temblorosas, igual que el día en que uno se examina por vez primera del carné de conducir, sin apenas sostenerse erguida sobre el suelo, empezó a dar unos tímidos pasos hacia la calzada y se adentró por el árido descampado donde, a cielo descubierto, brotaban grupitos de ramas de hinojos de esos que huelen tan bien, pero que, ella sabía que se trataban de un mal presagio, pues, en alguna ocasión había leído que su temibles enemigos ponían sus huevos en las filiformes hojas de esas aromáticas plantas. Recordaba cómo, antes de haber leído tal cosa, en alguna ocasión había saboreado el jugoso néctar con sabor a anís que desprenden esas ramas al ser chupadas o mordisqueadas. ¡Qué horror!, que desazón sintió al leer aquello, podría haber ingerido sin darse cuenta uno de esos diminutos huevecillos y haber desarrollado dentro de su organismo uno de esos insectos con aspecto demoniaco.

Su paso se aceleraba por momentos más y más. Su cabeza era mantenida firme hacia el frente mientras sus ojos giraban en todas direcciones. Sentía deseos de dar media vuelta y regresar sobre sus pasos como alma que lleva el diablo, pero no se atrevía a mirar atrás, su punto de partida debía quedar ya tan lejano que era preferible andar lo que le quedaba; aunque, era tanto..., se hacía tan interminable... Las gotas de sudor chorreaban por su frente haciendo que las cejas no dieran abasto y se les amontonara el trabajo, con lo cual, no podían evitar que el salado líquido entrara en los ojos nublando la vista, produciendo escozor e impidiendo llevar a cabo la tan importante tarea de alerta para no ser atacada desprevenidamente.

Estaba en la labor de enjugar las lágrimas de sus escocidos ojos con el borde de la falda veraniega, cuando fue sorprendida por una sombra que delataba que era sobrevolada por algo que se acercaba en su misma dirección.

Un sobresalto hizo bombear con más fuerza su corazón la sangre, que notó cómo le subía repentinamente hacia el cerebro haciendo sentir los latidos en sus oídos; un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo, no sabiendo en qué dirección huir se quedó paralizada observando los movimientos de la sombra. Con temor levantó su cabeza dirigiendo su mirada hacia el cielo; un leve alivio le permitió hacer una respiración completa, pues, en el momento de ser sorprendida, ésta se había vuelto entrecortada y acelerada; pero ahora podía ver cómo el objeto de sus temores se alejaba volando por delante de ella y se perdía en el infinito. ¿En qué lugar la estaría esperando, en qué punto de su camino?. Pero había que proseguir, no se podía quedar paralizada en un lugar como ése donde, seguro, volvería a verse atacada, una y mil veces más, no por una, sino por un millar más.


¿Qué sería de ella?..., nunca tenía que haberse arriesgado a acometer esa proeza. No saldría indemne de esa situación. Recordó una película que había visto hacía muchos años en la que unos asesinos habían descubierto la fórmula para llevar a cabo el crimen perfecto, de tal manera que sometían a sus víctimas, todas ellas personas que padecían algún tipo de fobia, a la exposición repentina e indefensa del objeto causante de ese terrorífico e irracional miedo. No sobreviviría. Un pánico atroz la atenazaba. Ya no podía dar marcha atrás, ya no podía continuar su camino, en aquel paraje no había ni una maldita sombra, ningún cobijo; le entraban ganas de cavar un hoyo en la tierra e introducirse en él hasta que cayera la tarde, pero no podría enterrar su cuerpo por entero; si metía la cabeza, no podría respirar y moriría asfixiada, y si dejaba la cabeza al descubierto, era blanco seguro si se acercaba alguno de esos horribles monstruos alados que pululan por ahí durante las soleadas y calurosas mañanas estivales, activados por la energía solar que recogen sus alas a modo de auténticas placas solares.

Llegado ese momento, Helia ya no podía más. No podía avanzar ni tampoco retroceder. Intentaba sacar fuerzas de flaqueza, pero ¿de dónde?. Estaba arrepentida de su cita, a la que ya no llegaría a tiempo, pero le daba todo igual, moriría achicharrada por el sol o a causa de un infarto, o ahogada bajo la árida tierra, antes de poder seguir dando un paso más, antes de llegar a cualquier sitio. Ya nada importaba, ni presente, ni pasado ni futuro, tan solo deseaba una nube, un chubasco, un cambio en el tiempo, amenazante para el enemigo, ¿cómo hubo algún momento en el que pensó que podría superar aquel trance, que podría arriesgarse y llevar a cabo su hazaña?, ¿es que no conocía el alcance de sus fuerzas, es que no sabía del límite de su miedo?

Haciendo uso de un leve residuo energético que aún le quedaba intentó caminar de nuevo. Con esfuerzo y sin aliento logró avanzar unos pasos. Intentó acelerar su ritmo, intentó correr como si alguien la persiguiera. El terreno que aún restaba por recorrer siempre era el mismo, no disminuía para nada, no veía nunca el final; si lograba salir de ese trance ya nunca volvería a funcionarle bien el corazón; el corazón, que parecía haberse desplazado de su lugar de origen, y, dividiéndose en pequeños trozos, haber ocupado el resto del cuerpo.

Sin muchas esperanzas continuó su camino, tendría que intentar no desfallecer y llegar a su destino sea como fuere, tarde o temprano tendría que enfrentarse a su miedo, todos tenemos que enfrentarnos a nuestros miedos para seguir avanzando. La suerte estaba echada, el retroceso era imposible o, todo lo más, desaconsejable, el avance era la única opción deseable.

Con decisión y valentía Helia prosiguió su andadura, pero sólo ella sabía cómo se sentía por dentro. Trataba de no pensar en la aterradora imagen que intuía aparecería ante sus ojos a no mucho tardar. El sol, cuyos rayos recibía directamente en su cabeza, el insoportable calor, el miedo, el delirio, el agotamiento, todo ello hizo perder facultades a Helia y caer vencida contra el suelo. Aquello fue terrible para ella, si se veía atacada en ese trance, no estaría en condiciones de huir corriendo, estaba indefensa... Pero, exterminadas sus fuerzas, no solo no luchó por levantare, sino que la extenuación la obligó a permanecer unos minutos tumbada en el suelo y pareció aletargarse por unos instantes, sin poder evitar que sus párpados cayeran aislando los órganos de su vista del insoportable paisaje donde se hallaba inmersa. Cuando, sacudida por un sobresalto intuitivo, abrió los ojos e incorporó su cabeza, no pudo soportar estar allí, en aquel horrible lugar, derretida por el sofocante solanero, sola por completo, sin nadie que le brindara su mano, su protección, su amparo, sin una sombra bajo la que cobijarse, sin fuerzas para huir, sin ánimo, sin aliento, sudorosa, embadurnada de tierra, con algún rasguño sanguinolento que se había hecho al caer; sola, frente a frente, con la imagen de ese ser tan temido para ella, tan repugnante, tan aterrador, tan infernal, que se hallaba a tan solo unos metros de donde Helia yacía en el suelo.


No podía soportar su simple visión. Su cuerpo sólo acertaba a moverlo en convulsas sacudidas, pero no lograba enderezarse y salir corriendo. El monstruo parecía estar reposando de su vuelo. Levemente acariciaba la superficie de un áspero matorral propio del árido paisaje mediterráneo, apenas movía sus alas, parecía entretenido y sin ganas de marcharse. Helia se preguntaba angustiada cuál sería su próximo movimiento, si emprendería un corto revoloteo a ras del suelo dirigiéndose hacia donde ella se encontraba o, ¡Dios lo quiera!, alzaría su vuelo a muchos metros de altura y navegaría rumbo al infinito y más allá.

Como si de un zum se tratara, avanzó con su vista hasta el monstruoso insecto y, dejando atrás la distancia que los separaba, clavó su mirada en él y comenzó a observarlo con detenimiento en un morboso y obsesivo acto. Con el mayor de los descaros, se fijó en las alas, completamente tiesas, como de pergamino matizado en suave terciopelo, las dos se movían a la par, al mismo tiempo, eran grandes, en comparación con el minúsculo gusano que las soportaba, con un fondo de color blanco amarillento, atravesadas por oblicuas líneas negras que semejaban el dibujo propio del pelaje de las cebras. Un escalofrío recorría el endeble cuerpo de Helia y una náusea tras otra amenazaba con expulsar el ya lejano en el tiempo desayuno de esa aciaga mañana. Pero Helia, sin perder detalle, seguía observando con fijeza la anatomía de tan repugnante bicharraco. Las alas, amplias en su parte delantera, abiertas como en abanico, formaban como una especie de triángulo acabado en el vértice de su zona caudal, la más repugnante, la más amenazante. Esa especie de colitas negras, adornadas con esos recortes tan inquietantes, semejantes a los dibujos que forman las ondas recortadas en un papel quemado, salpicadas por unos como ojos en un azul profundo, rodeados de un borde rojo que llaman la atención como si te miraran con una mirada fija, obsesiva, desafiante, desconcertante, paralizante y, al mismo tiempo te predispone para la huida cuando el cuerpo responde. No podía soportar la idea de que esas repugnantes alas pudieran llegar a rozar su desnuda piel. Moriría ipso facto, si es que conseguía sobrevivir a la sola contemplación del monstruoso lepidóptero.

Aterrada estaba Helia, sus arterias parecían ir a estallar de un momento a otro, un sudor frío recorría su piel, cuyo tono variaba desde un rojo escandaloso a un amarillo pajizo imposible de imaginar bajo ese potente sol que iluminaba y quemaba aquel aborrecible paisaje; el corazón, esperaba verlo asomar de un momento a otro por su boca, pues parecía no soportar quedarse dentro del cuerpo, un cuerpo extenuado, sucio, lacerado y al borde del colapso, y ella, desfallecidas las fuerzas por completo, dudaba entre provocarse el desmallo, claudicar en un infarto o continuar sobrellevando ese trance hasta donde su mermada fortaleza le permitiera. A punto de perder el conocimiento estaba cuando otro sobresalto la hizo sospechar el tan esperado infarto. Irremediablemente moriría en ese escenario, no había ya nada que la pudiera salvar. El asesino insecto había alzado el vuelo tan solo a unos centímetros del suelo y se dirigía hacia ella. Su cuerpo estaba paralizado, su cabeza a punto de estallar, tenía la sensación de estar sudando gotas de sangre; la presión en los oídos la había hecho ensordecer, y una nebulosa nube emborronaba su vista. La opresión en el pecho era insoportable, no podía distinguir si llegaba a ser dolor o simplemente era opresión, pero daba igual, estaba convencida de estar sufriendo un infarto en toda regla, o, lo que es peor, que aquello terminara en un ictus cerebral que la dejara atada a una silla de ruedas para el resto de su vida, y eso, suponiendo que alguien la encontrara antes de convertirse en cadáver podrido bajo el sol. Pero, por suerte, el abyecto lepidóptero, dando un quiebro a su vuelo, cambió el rumbo y comenzó a elevarse, alejándose hasta que desapareció de su vista.

Armada por las pocas fuerzas que aún conservaba, hecha unos zorros, con la salud completamente mermada, fuera de sí, sin poder recordar casi quién era, ni, por supuesto, a dónde iba, ni siquiera de dónde venía, Helia comenzó a caminar con paso torpe pero decidido, tropezando pero evitando volver a caer, avanzando sin demora, sin detenimiento, sin mirar atrás, comiéndose los metros bajo sus pies, hasta llegar a una zona urbanizada. Su mente estaba confusa, recordaba vagamente la cita que había causado su infeliz desplazamiento, no sabía qué hora era, no podía memorizar la hora del encuentro, lo más probable es que fuera ya demasiado tarde. No estaba en condiciones de visitar a nadie. Caminaba sin rumbo fijo por un paseo que había encontrado, seguía la línea de las palmeras, inerte, desconcertada, acabada. En su mente se preguntaba qué le había pasado en realidad, qué explicación daría cuando por fin se decidiera a pedir ayuda, a buscar a alguien que la socorriera, al menos, que le indicara el camino de vuelta a casa. ¡Cómo iba a decir que un tropiezo así había causado en ella tal estrago!. Nadie la creería. Y, maquinando en su estrujada cabeza posibles respuestas a la curiosidad de la gente y a las preguntas que ella misma se hacía, de repente divisó el mar y quiso llegar a él, para lo cual ya no le quedaban suficientes fuerzas. Al llegar a la orilla, cayó de bruces sobre la arena y perdió el poco conocimiento que aún le quedaba. Alguien la encontraría y la llevaría de vuelta a casa, pero nadie llegaría a saber nunca que una mariposa había sido la causa de que perdiera su irrecuperable cita. Gracias a Dios, la salud sí pudo recuperarla.














Solariana Penalva

domingo, 1 de agosto de 2010

Dientes de cemento y hormigón



Cuando la marea de asfalto termine por fagocitarme entre sus dientes de cemento y hormigón;
cuando me deshaga en diminutas partículas reabsorbidas por las caries de sus estrechas ventanas,
en cuyo interior se respira la limosnera benevolencia del aire contaminado que resoplan sus descarnados ventiladores
mientras esperan que la canícula se vaya desprendiendo de su vital energía para dar paso a temperaturas más benignas,
mientras el fuego que calcina aceras y terrados nos mantiene alejados del infierno agresor e irreverente del polvoriento exterior,
mientras los marineros buscan el refrescante sombraje de un cuartucho mal habitado por una desvencijada piltra cubierta de huevos de ladillas,
donde poder refrescar su miembro viril en las pantanosas aguas de los entresijos públicos de una furcia cualquiera,
mientras no queda ya al alcance ninguna alternativa para contrarrestar las soporíferas y dantescas temperaturas citadinas que no sea la de permanecer cautivo entre cuatro paredes convertidas en refrigeradores humanos,
y los cuerpos, semi chamuscados, duden de su inútil resistencia a no sobrevivir,
tú juguetearás con tus sucias artimañas,
con tus pretextos desprovistos de cualquier sentido,
con tus infantiles caprichos desmedidos,
con tu iconoclasta sentido de la realidad,
y habrás matado mi último aliento vital,
el único que mantenía mis constantes al mínimo,
mientras te convences a ti mismo de que no vale la pena modificar la vida
mientras sean los demás los que sufren alteración.


Solariana Penalva

lunes, 26 de julio de 2010

El Estanque Azul

Good Friday - Coco Rosie





Magia en el bosque...,
¡silencio!,
duermen las ondinas ya
en el estanque azulado.

Tienen un jardín flotante,
donde invitan a los duendes
a bañarse por las tardes,
y un rincón privilegiado
donde se refleja el cielo
que les trae todos los días
un trocito del océano.

Entre azul y más azul
entona la ondina su canto.
No es un blues, tampoco un soul,
es como si cantara un ángel
en el infinito azul
reflejado en el estanque.


Solariana Penalva

viernes, 23 de julio de 2010

La Mañana llora (De Libélulas y Ruiseñores...)

Peer Gynt, Edvard Grieg


Una libélula libera el plancton volátil de su circuito alado alrededor del estanque.
Un ruiseñor ensaya gorgoritos entre el centelleo salpicado de "paillettes" matutinos que cubre de manchitas claras y brillantes las toscas ramas agrisadas de los árboles.
Un niño llora entre los brazos de su madre, sentada sobre las verdes maderas de un banco, aferrado a un pecho estéril que antaño lo amamantó.
Una tortuga recorre un pequeño trecho de la veredita del parque, haciéndolo aparecer como una larga autopista de peaje.

Una mujer llora lágrimas invisibles; sus ojos permanecen fijos en aquel pensamiento, inmóvil, invariable, con la mirada perdida en el infinito de su alma, unos ojos que manifiestan la profundidad del océano o del campo en primavera, intensos, con la intensidad del viento que mueve las olas, como un espejo, reflejando el penitente morado ornado en oro de la flor que contemplan.

La mañana llora mientras la libélula trata de distraerla y hacerla olvidar su pena. Dentro de unas horas ya nada será igual... Las sombras harán que el paisaje aparezca diferente a nuestros ojos. El sol se colará por el embudo de la atmósfera atravesando su tamiz, que divulgará sus rayos como flechas doradas o transparentes, que incidirán sobre todo lo visto con anterioridad y nos hará preguntarnos: "¿Acaso no vi antes este escenario?" Y dudaremos porque la sombra que proyecta la tortuga ya no se parece al pensamiento oro y morado que incide en el iris confundiendo cualquier apreciación no confirmada antes de caer la tarde.













Solariana Penalva

lunes, 12 de julio de 2010

Te tengo y no te tengo













A veces te tengo en mis largas tardes,
te tengo, dentro de mis vacíos pensamientos,
te tengo porque creo tenerte, atrapado en el enredado limbo de mi frente;
pero, al minuto siguiente,
observo desconsolada que no te tenía,
que era mentira, ilusión, solamente.
Y juego de nuevo a tenerte
cuando compruebo horrorizada que ya no te tengo
y es entonces cuando comprendo
que sólo te tuve en mi pensamiento.

Ahora mi ilusión se desvanece
y a pesar de que sé que no te tengo,
mi alma te contempla indiferente,
creyendo por un momento que no era cierto y todavía te tengo,
en el engaño cruel de una mente ciega
que no es capaz de ver que no te tengo,
ni jamás te tuve, ni adivino si ese error fue sólo un sueño.

No te tengo, lo sé,
pero qué dulce el engaño,
y qué cruel verdad la que me aturde
en mis noches de almohada intransigente.
No te tengo, lo sé, mas de repente,
quisiera creer que sí te tengo,
y esa mentira me la creo,
y juego a soñar que eres mi dueño,
hasta que despierto de ese juego
y con la claridad del alba veo
que nunca te tuve ni te tengo.


Solariana Penalva

viernes, 2 de julio de 2010

Escritura breve


"No hay peor ciego que el que no quiere ver"...






A veces


A veces la arena es fina, tibia, los días soleados, el aire huele a limpio, el corazón se solaza, se respira la paz.
Un caracol se desliza por una rama de la enredadera, que se abraza sin pudor al muro que hay junto a ella, mientras, un corazón de nuevo late a ritmo acompasado, y otro corazón, suspira y presiente un mañana.
La lluvia ha cesado, la tormenta llegó a su fin, el día esclarece, el arco iris alumbra, puede verse el mañana.
El caracol ha continuado su camino, ya no se le ve, una rana croa y la libélula pintada de azul plateado que hace días nos visitó, hoy ha regresado para alegrarnos la vista y juguetea a nuestro alrededor posándose en el borde de la fuente con sus alas de metacrilato extendidas reflejando los rayos del sol para de repente alzar su vuelo sin previo aviso; pero no se va, sigue revoloteando muy cerca para que podamos seguir contemplando ese tono de azul plateado que se refleja en nuestro iris y se cruza en nuestra miradas y nos hace seguirlo con la vista, penetrar el cristalino, ahondar en el interior y viajar hasta lo más profundo de tu alma y la mía y allí poder descansar porque todo está igual que afuera: la arena es fina, tibia, el día soleado, el aire huele a limpio, el corazón se solaza y se respira la paz.

Solariana Penalva



Caminaba

Caminaba herida por la senda equivocada...

Alcé la vista y distinguí un camino alegre, llano y bordeado por las flores.

Decidí caminar por él y mis heridas sanaron.

Solariana Penalva



Hay un pez

Hay un pez que trasluce su color bajo el agua,

es dorado y rojo a la vez, alegra las miradas.

De ello te darás cuenta si lo ves.

Solariana Penalva



Las plumas restauradas

Un ave regresa de tierras lejanas,
en su pico trae una rama, en sus ojos el brillo del sol,
en sus alas, el poder y la fuerza de los dioses,
y sus plumas, con la suavidad del armiño y el brillo de mil diamantes,
relucen como guerreras armaduras bajo la luz dorada del sol.

Solariana Penalva

sábado, 19 de junio de 2010

Rojo sobre Negro

Conducía con mis pensamientos clavados todo el tiempo en una misma escena. No podía ir demasiado deprisa, la lluvia enturbiaba los cristales de mi coche. Mi obsesión estaba llegando a producirme molestias estomacales y temía no poder poner mis cinco sentidos en el volante.

Una y otra vez mi mente volvía a entrar en aquella estancia. Volvía a notar el aire que movían al girar esas grandes aspas lenta y pesadamente sobre mi cabeza. Sentía de nuevo el sudor resbalando por mi frente y penetrando en mis ojos causando un molesto escozor. Unas manchas oscuras redondeadas, en mi blusa, bajo mis axilas, me delataban.

Me quedé por unos segundos con la captura de esta palabra, "delataban". De repente, algo me hizo frenar en seco. No, no se me cruzó ningún conejo..., y si se me cruzó no lo vi; en esos momentos solamente era capaz de ver las escenas que se sucedían en mi mente. Y los vi, vaya que si los vi; mi par de "manolos" rojos olvidados sobre el puf de terciopelo negro que hacía juego con el sofá; el sofá en el que había consumado mi hazaña.

-Jajajajaja-, no pude evitar reírme a carcajada; ¡las jugadas que te hace el destino! Todo tan calculado, todo tan ensayado, todo tan milimétricamente preparado y ahora, yo misma era víctima de mi propia métrica, de mi propia metodología.

Por un momento sentí la tentación de dar media vuelta y regresar sobre mis pasos pero ya era tarde, era demasiado tarde y lo sabía. No haría más que tropezarme con la policía en el mismo escenario. Sin embargo, ya no había vuelta atrás, ya no podía rectificar nada; yo misma me había entregado al dejar bien visible la prueba de mi crimen.

Reanudé la marcha y continué mi camino dando vueltas sin parar a mi cabeza.

Su cuerpo ensangrentado y sin vida tumbado sobre el sofá negro mostraba un pene desnudo conteniendo restos de mi ADN. Eso y un inconfundible aroma a Poison de Dior en el cuello de su camisa eran suficientes pruebas para detectar que había tenido contacto sexual con alguien que era yo. Pero, sin embargo, nada más lo habría de relacionar conmigo.
La autoría del crimen... eso ya podía adjudicársele a otro autor. Había que buscar un móvil... y bien podrían haber sido los celos. Pero mis zapatos estaban ahí y, sin embargo yo, no estaba, ni viva ni muerta; ¿desaparecida quizás?, ¿secuestrada como testigo del crimen?...

De seguro no tardarían en dar conmigo como propietaria de los "manolos". El perfume, averiguarían que también me pertenecía y enseguida comprobarían que el ADN de la persona con la que el occiso había copulado, era mío también.
¿Qué hacer?... ¿presentarme allí como si nada en busca de unos manolos olvidados y aparentar conmoción al darme cuenta de que Roberto estaba muerto?, ¿olvidarme de mis zapatos?, ¿derrumbarme cuando la policía comenzase a hacerme preguntas?, ¿desaparecer como si alguien tuviera interés en que la policía no hablara conmigo?... Eso sería mucho peor, haría caer las primeras sospechas sobre mí automáticamente.
Entonces... ¿qué hacer? ¿Dejar mis zapatos como prueba?... Sí, tal vez esa era la mejor idea..., la prueba de mi crímen acudiendo a sus ojos sin reservas para delatarme. Eso les confundiría hasta el extremo de pensar que la propietaria del calzado nada tenía que ver con ese homicidio.

Parece que esa idea me había convencido; me gustaba, estaba satisfecha y me sentí optimista coincidiendo con la salida de unos tenues rayos de sol de última hora que asomaban tras una nube pasajera que se alejaba. La lluvia había cesado por completo y comencé a alegrar un poco el ritmo del motor de mi BMW cuando un pajarraco negro como el carbón se me echó encima sin poder esquivarlo. Automáticamente me desvié de mi camino y fui a chocar con un árbol que parecía estar plantado en ese lugar para tal fin.

A unos metros sobre la escena del accidente pude contemplar mi cuerpo ensangrentado yacer en el interior de mi vehículo con el pico del cuervo clavado en uno de mis ojos y el azabache de su plumaje cubierto de abundante, espesa y roja sangre.












Solariana Penalva

Blues

¿Qué se esconde tras ese sonido...?

La melancolía pasajera...

La desesperanza, quizás.

Una armónica protagoniza el silencio

mientras es coreada por unas traviesas gotas de lluvia

que se unen en alegre conciliábulo y echan a correr calle abajo, como si llevaran prisa,

deslizándose por entre las ranuras del alcantarillado.

Una voz irrumpe de repente..., ha hecho callar a la armónica,

y con roncos sonidos agarrasperados inunda la soledad de la húmeda noche partiendo algún corazón que todavía permanecía entero.

A lo lejos se une una guitarra que acompasa el ritmo de las gotas de agua que empieza a ser más rápido y acelerado.

Poco a poco se acerca..., los compases invitan a bailar; una voz de ángel lo inunda todo ocultando bajo sus alados gorgoritos la tristeza de la armónica, que cabizbaja, se aleja lenta y pesadamente calle arriba con la triste compañía de un hombre que sujeta sus tristes pantalones con unos tristes tirantes marrones;

un hombre de piel oscura, sonrisa callada y voz ronca.

El sol anuncia su aparición allá en el horizonte...

Uno de sus rayos incide en el borde circular del metal dorado de una trompeta.

La ciudad aún duerme en el interior de sus rascacielos. Algunos hombres y mujeres comienzan a desperezarse. Otros, apenas están ahora llegando a sus catres.








Solariana Penalva

viernes, 18 de junio de 2010

De vacaciones en El Triángulo de las Bermudas

Entre dos aguas, entre dos superficies,

con el corazón en un puño,

a medio vestir,

medio desnuda,

con el alma medio encogida,

con medio cuerpo dentro y otro medio por salir,

con un pie en el interior y el otro fuera,

un nudo mudo en la garganta,

un ansia que detiene,

una calma que acelera,

un bloqueo circundante,

un ángel exterminador que aparece cuando menos te lo esperas.

Nada por hacer,

solo es posible aguardar.

Entre dos aguas,

entre dos temperaturas,

entre el frío y el calor,

entre el día y la noche,

entre Pinto y Valdemoro,

entre el odio y el amor;

atrapada en un agujero negro,

de vacaciones en el triángulo de las Bermudas,

así estoy yo sin saber de ti,

esperando a ese buen hombre que suele llamar dos veces.

Entre dos aguas, mi amor,

me desintegro en fragmentos,

me derrito cual cubito,

me deshago en pedacitos

que se esparcen por el suelo,

mientras me duelo y no puedo

ya moverme ni un centímetro.

Atrapada en un rincón,

perdida en el espacio-tiempo,

sin tiempo para esperar

y sin lugar para hacerlo.

Me consumo por momentos

y en un momento cualquiera

pienso si el ángel se fuera

y me dejara salir

de este punto sin fronteras,

de este adimensional lugar

donde ni siquiera existo

mientras no sepa de ti.









Solariana Penalva

jueves, 17 de junio de 2010

No hubo viaje

No hubo viaje... Las conexiones se disiparon lentamente, reabsorbidas por la materia gris que antaño había elucubrado en colores, guiada por la visualización de un perfecto espectro reproducido sobre el telón infinito de un cielo que comenzaba a renacer después de algunos días de húmedas tormentas que envolvían en la distancia dos cuerpos expectantes, arrebatados e ilusos, pues, ilusorias sus expectativas, nacían y crecían en un ambiente hostil y neptuniano, cargado de indecisiones, engañosos y quiméricos ensueños, manipulaciones, demandas y mentiras intencionales.

No hubo encuentro... Las hormonas alteradas y juguetonas blasfemaban alzando un canto a la lujuria sumidas en una impaciencia despojada de todo lujo inicial, puramente minimalista, pero no abstracta, concreta, en la más selecta y definida de las concreciones; fijados sus ojos en ese acto de la entrega, de la mutua entrega..., una falsa e imaginaria entrega que nunca fue porque nunca habría de ocurrir. La mentira, la irrealidad o la farsa siempre se antepusieron, ganando terreno a los sueños, que se desvanecían en una densa y pesada lentitud que hollaba las decrecientes ilusiones que otrora relucieran envueltas en áureas auras resplandecientes en esperanzada incertidumbre bajo la capa más fiel de la más ingenua de las credulidades.

No hubo viaje, no hubo encuentro, no se cumplieron las promesas, no se materializó el amor. Dos cuerpos vagan a miles de kilómetros sobre la superficie crespada de la esfera terrestre; inmenso azul oceanográfico, como inmensa muralla insalvable, se expande ante sus entornados ojos cubiertos por párpados descendentes, seguros, ahora, de que jamás volverán a elevar el vuelo de sus pestañas, de que jamás volverán a fabricar sueños hechos de megapíxeles o gigabytes, mientras continúan, indefinidamente, pisando tierra firme, esa tierra árida y yerma de su cotidiana y eterna soledad.












Solariana Penalva

miércoles, 16 de junio de 2010

Descarnada

Ligera, como quien deja su mochila cargada junto a una piedra y echa a correr por en medio del campo tras las mariposillas, y divisa el horizonte muy lejos muy lejos, como si todo abarcara un espacio infinito, sin límites, sintiéndose en una total y placentera sensación de libertad, como flotando en una atmósfera cargada de oxígeno, límpido y fresco, puro como el rumor del arroyo y el trinar de los pajarillos, pero aderezado con el aroma silvestre de las margaritas y las amapolas y un toque revitalizante de lavanda matizado por el perfume sensual de algunas rosas, así me sentí en aquel momento, un momento confuso en el que respiraba suave pero intensamente, como si nunca hubiera respirado de esa forma; no había olores pero tenía una sensación como de inundarme de aromas de perfumes de ángeles y me vi flotando en absoluta libertad rodeada de un espacio infinito, inmensamente infinito, desprovisto totalmente de límites, invadido por luces de diferentes colores e intensidad de brillo, luces que me atraían como imanes, y yo flotaba en ese espacio como en un vaivén desordenado y desconcertante, moviéndome de acá para allá en todas direcciones, de arriba a abajo y de abajo arriba, de izquierda a derecha, de adelante hacia atrás, recorriendo unas veces distancias cortísimas, pero otras, en una especie de caída libre a toda velocidad haciéndome notar como un gusanillo en el estómago, como cuando en la feria me montaba en atracciones del tipo de la noria y la montaña rusa.

De manera involuntaria me llevé mis manos al estómago en un movimiento instintivo, pero, algo me hizo estremecer..., no tenía estómago, es como si mis manos hubieran atravesado un espacio desprovisto de materia. Entonces miré mis manos en otro ademán instintivo, y esta vez el escalofrío fue mayor..., no tenía manos. Intenté agarrarme a algo pero sin manos me resultaba imposible, además, no había donde agarrarse, todo flotaba como desprovisto de materia, en caída libre, cruzándose unas partículas con otras sin orden ni concierto pero sin chocar jamás entre ellas.

Comencé a interrogarme dónde estaba, quise tomar referencias, dirigí mi vista hacia todos lados, y al mirar hacia abajo, allí, inerte, sin vida, mi cuerpo yacía junto a una piedra.












Solariana Penalva

lunes, 14 de junio de 2010

Mi cuerpo - Fantasía sobre Isadora Duncan


¿Es mi cuerpo la masa informe que me acompaña de día y en la noche me aguarda tumbado y olvidadizo en mi cama?

¿Es eso mi cuerpo? ¿eso que baila, eso que danza, que se mueve mientras mi vida arrastra, que ondula como las olas en el mar, que se mece cuando sopla el viento, que corre como un huracán, que se mueve al son de trompetas, al son de arpas y de violines, que se mueve cuando la luna canta? ¿es mi cuerpo eso que danza?


Nacida de un mar espumoso, de la bruma fresca del agua, nacida del vaivén de las olas, elevada por las aves en el espacio del aire. Dejada de la mano a la interperie, flotando en los algodones de las nubes, rozando con los dedos el entarimado del suelo. Mi cuerpo ha sido cubierto con evanescentes telas, con frágiles entramados de hilo que disimulan mi belleza, que tapan mis vergüenzas, que me protegen de las miradas ajenas. Mi cuerpo ha sido cubierto con evanescentes telas que me hacen aparecer como una diosa griega. Mi cuerpo se hace uno con ellas. Mi cuerpo como una tela danza en el aire. Las telas se pegan a mi cuerpo y mi cuerpo se apodera de ellas, las confunde con su piel, las transporta con sus músculos, las hace danzar, las hace vibrar. Las eleva al cielo y las arrastra a la tierra. Las hace girar y obedecerle. Mi cuerpo domina. Mi cuerpo es libre. Mi cuerpo danza...Danza en libertad. Danza, danza. Danzaaaaaa.












Solariana Penalva

Amor en la distancia

O- Ahh..., ahhh..., hummm..., ay..., ay..., ay..., ayayayayayayay..., sigue..., sigue..., aprieta..., más fuerte..., más rápido..., ah..., ah..., ahhhhhhhhh..., oh..., oh..., ohhhh..., ahhh, ahh...


T- Ahhhh, ahhhhh... Amor..., qué a gusto me he quedado, ¡me fascina la suavidad de tu piel!..., cada día soy más feliz contigo. ¡Qué bien me siento!
Voy a preparar el desayuno..., ¿te apetecen tostadas?, ¿con mantequilla o con aceite?, aunque hoy podríamos permitirnos unos croissants mojaditos en leche chocolateada... Voy a prepararlo, tú quédate un ratito más en la cama disfrutando de las sábanas con olor a almizcle y ámbar.

O- Te quiero, cada día más.

T- Y yo te adoro...


Al momento T-46 está de regreso de la cocina portando en un cuenco varias cápsulas de colores y sabores diferentes, muy nutritivas, equilibradas, sin colesterol, con una fórmula hídrica bien compensada en ácidos grasos omega 3, omega 6, lecitina de soja, betacaroteno, alicina, taurina y otras sustancias y nutrientes beneficiosos para la salud, aunque no se ha podido evitar en su composición algunos elementos despreciables provenientes de la última radiación solar que terminó de atravesar la última y frágil capa de ozono de la atmósfera terrestre.

T-46 y O-39 son pareja desde hace más de 140 años pero por cuestiones de trabajo no viven juntos. T-46 es ingeniero en una planta nuclear habilitada por una empresa terrestre de renombre en la zona noroeste del planeta Plutón, mientras que O-39 trabaja como empleada en un importante puesto en una sucursal de los laboratorios lunares Selene S. E., que desde el año 3.024 quedó establecida en la estrella Procyon, en su parte menos luminosa.

O-39 y T-46 acaban de vivir una de sus habituales escenas domésticas; como tienen por costumbre, han disfrutado de un momento íntimo satisfactorio y placentero en un maravilloso encuentro sexual de los que son proclives esta pareja bien avenida de macho y hembra terrestres cuyo amor surgió espontáneamente a raíz de un flechazo en una intercomunicación galáctica, siendo ambos muy jóvens, mientras O viajaba en una excursión organizada de fin de curso a Júpiter y T acababa de terminar su siesta y se disponía a volver a su trabajo cuando todavía se encontraba desempeñando su primer empleo en el planeta Tierra.

Durante este encuentro pasional, O ultimaba sus preparativos pues salía al día siguiente de viaje en misión de trabajo para resolver unos asuntos que implicaban de cerca a su sección en el laboratorio. Habría de madrugar, ya que la empresa la enviaba a Orión, que queda bastante distante de Procyon. Mientras tanto, T participaba en una acalorada reunión de ingenieros, técnicos, directivos y asesores, provenientes de varios puntos del universo, sobre los últimos acontecimientos y descubrimientos incidentes en la problemática vigente en cuanto a energía nuclear.

Minutos antes de comenzar cada uno su tarea, los dos habían programado sus computadoras sincronizándolas perfectamente para poder vivir su encuentro sexual en el mismo instante teniendo en cuenta la diferencia horaria de 158 horas, 36 minutos, 15 segundos, existente entre Plutón y Procyon.











Solariana Penalva

Indiferencia

Veo a la indiferencia posarse en las frías ramas del olvido. Aquí el
presente comenzó a desfigurar el futuro que una vez fue promesa
ineludible en un pasado ya obsoleto, ajeno a la inmediatez que suscita
la más inverosímil despreocupación, el desmedido desinterés y la desidia
más conspicua.
Yo, emborronada bajo las oscuras manchas de tinta negra, intento buscar un agujero de luz perdido en el infinito de las posibilidades... y no lo encuentro, todo se ha opacado.
Él, intenta por sobre todas las cosas parecer normal con su despótica
postura camuflada bajo el aparente remanso del deber cumplido.
Hipocresía, sobreviene distraidamente dirigida al núcleo infalible de la controversia. No hay acuerdo. No hay satisfacción...

Dos seres se enredan en la permanente vorágine de la diferencia de opinión.
Discuten acaloradamente. Se lastiman. Están fabricando su rencor a
fuerza de sutiles argumentos malintencionados, de erróneas conclusiones
desprovistas de significado aparente. Llegados a un punto crucial donde
los intereses atraviesan las placas tectónicas del aburrimiento y la
desidia provocando heridas irreparables, las voluntades se doblegan y
los ánimos caen por tierra, pero nadie se rinde.

Dos seres se han herido profundamente dañando su corteza cerebral y la válvula mitral del ventrículo izquierdo.












Solariana Penalva

Ignorar la ignorancia

Oh, qué dulce y amargo sabor, éste que me reconforta por años, que me nutre y me proporciona vida y placer, que me permite continuar mi camino, errante, pero resuelta, desesperada, pero osada, vieja, pero joven.

Ellos no se dan cuenta..., ¡ilusos!, caen en mi tela de araña con tanta facilidad..., ¡débiles!..., pero bellos, porque qué bellos los hace ser ese fluido que los recorre por dentro, ese fluido carmesí que es mi inspiración y es mi sustento, que es mi locura y a la vez lo que me mantiene cuerda, ¿o no...?, ¿acaso es cordura vivir pisando este planeta por toda la eternidad?, ¿y si estuviera loca...? sí, supongamos que mi mente no funciona como debiera, incluso que ni siquiera soy lo que creo ser..., tal vez solo sea una persona normal que ha perdido la razón; tal vez este mundo inmenso que se repite y se recicla, que nunca deja de existir a través de siglos y más siglos, sólo sea un establecimiento psiquiátrico del que no pueda escapar.

Y qué importa..., qué más da, ¿acaso no es lo mismo vivir encerrada por toda la eternidad en un mismo planeta que una vida entera entre los límites diferenciados de un manicomio? qué más da, si puedo seguir alimentándome, si puedo seguir degustando el sabor acre y dulce de la sabia que me mantiene con vida.

Escapar..., esa sería la clave; escapar al placer que me produce ese sabor; escapar a mi intento de supervivencia; escapar a mis instintos, escapar a mi naturaleza, escapar, ¡escapar!.

Debo trazar un plan para poder escapar de éste, mi nudo gordiano, eludiendo, obviando, esa duda, esa confusión, ese aleteo mental que me impide saber cuál es la realidad que vivo; ignorando mi ignorancia, sólo así lograré escapar.

De este modo, no importa si vivo prisionera de la eternidad o de una institución psiquiátrica, lo importante es dar con el plan ideal que me permita salir de donde estoy; la muerte, sólo la muerte podrá ser mi aliada.

Me resistiré, me resistiré a mis impulsos, me resistiré a mi atracción, me resistiré a mi tendencia a permanecer..., a ser eterna..., me haré libre, ¡libre por fin!

¡Mi propia sangre será la última que beba, cuando destroce mis dientes contra esa roca, cuando golpee mi rostro contra ella una y otra vez, desangrando mis encías y viendo rodar mis piezas dentales, mis amados colmillos, como piedras inservibles tiradas por el suelo, envueltos en sangre, esa que jamás volverá a servirme de alimento!

.....Han pasado años, pero no he muerto; aunque hora por fin he recuperado mi aspecto, el que me corresponde; soy una anciana desdentada y espero morir pronto; tal vez no dure más de lo que dure en mi plato esta sopa de pollo con fideos, ¿o es de pescado...? Y qué importa..., es igual que la de ayer, y que la de anteayer, y que la que me dieron los siete días de la semana pasada, y los de la anterior.....












Solariana Penalva

Como dos gotas de agua

Poema inspirado en la famosa frase del Conde de Lautréamont «bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas»



Como una máquina de coser antigua

creando piezas de moderna moda,

inventé un día el conocerte

y tú me seguiste la broma

como un paraguas viejo,

abierto o cerrado, no importa;

y en la mesa de operaciones,

me hiciste el amor como a una idiota.



Transeúntes en el jardín del amor,

tropezamos con solemnes margaritas,

mientras las ranas saltaban a nuestro alrededor

y los grillos te mordían la camisa.

Fue entonces cuando me levantaste la falda

y hundiste en mis interioridades esa cosa,

entre dura, espesa, dulce y un tanto resbalosa,

que, no sé muy bien por qué, me hizo jadear burlona.



Pero, imposible nuestro amor, nos sumergió en la ruina,

tú, máquina de escribir y yo, sombrilla;

o... ¿era yo máquina de coser y tú paraguas?

vahhh, ¡¿qué importancia tiene eso?! ¡es solo una tontería!

Además, como agua y aceite, ya no pudimos separarnos...

Como la noche y el día, seguimos persistiendo en nuestras manías.

Yo salía en busca de tu cosa y,

como jugando al ratón que te pilla el gato,

te tenía detrás, dispuesto a cazar las mías.



Si no recuerdo mal, me tocaste en una tómbola,

y yo a ti te toqué en un sorteo de la lotería.

Y entre tanto tocarnos el uno al otro,

nuestros cuerpos parecían echar chispas...

Nos mordimos los labios y el culo

y, en un descuido, me penetraste aquel día

el corazón con tus dulces palabras,

tanto que perderlas me parece una agonía.



Hechos el uno para el otro somos,

como dos engranajes de relojería;

una pieza, de reloj de caballero,

y la otra, del Big Ben, me da la risa.

No sé cuánto puede perdurar aún esta locura,

ni de qué fecha data nuestra romántica aventura,

pero tengan por seguro ustedes

que dos personas tan afines no encontrarán en la vida;

como dos gotas de agua parecemos,

la una, de agua hirviendo y la otra, de agua fría,

como un témpano de hielo.












Solariana Penalva