"Escribir es soñar despierta, imaginar en palabras, grabar los pensamientos, atravesar muros, saltar barreras, burlar límites, traspasar fronteras, vivir en libertad"
Solariana Penalva

sábado, 28 de agosto de 2010

El alado monstruo diurno

Había amanecido un día claro, luminoso, ardiente, sofocante; ni una nube perdida en el inmenso azul; todo en calma, todo quietud; algún leve trino de un pajarillo y el monótono chirriar de las chicharras interrumpían el silencioso ambiente de un aplastante día de los últimos de aquel verano. En apariencia se trataba de una pacífica jornada presta a ser disfrutada con paz y sosiego, nada hacía presentir nada en contra, todo contribuía a hacer pensar que todo estaba bien. Eso, en la mayoría de los corazones de aquella gente que se afanaba por disfrutar sus últimos días de las vacaciones estivales, de aquella gente que vivía sin plantearse problemas, sin pensar en el futuro, sin recordar cargas del pasado, que gastaban su dinero a espuertas para poder saciarse de aquello que se nos da gratis; gratis, en apariencia, porque si nuestra codicia nos lleva a ambicionar más rayos de sol del que debiéramos, luego éste nos pasa su factura. Gente que, una vez calentado su cuerpo hasta el extremo, gustaba de saborear el refrescante contraste de la salada agua del mar o zambullirse en medio del jolgorio de los vecinos de la urbanización que apuran los últimos días estivales en el clorado líquido de la piscina.

Pero no todo el mundo vivía tan despreocupado; aquel ambiente calmo, caluroso, brillante, no dejaba por ello de ser también amenazante. Todos no somos iguales, todos no tememos la noche y sus tinieblas, todos no sentimos paz a la luz del día, todos no nos sentimos aliviados con su claridad. Para Helia aquel ambiente era en extremo amenazante.

Ese día hubiera preferido permanecer en casa, tumbada en una hamaca, bajo una buena sombra, cercana a la puerta de entrada del domicilio. Pero ese día tenía un compromiso que no podía eludir. Helia se había acostado la noche antes con los latidos más fuertes que de costumbre, incluso se había acordado de rezar, y eso era algo que olvidó hace mucho, había orado rogando que amaneciera un día nublado, lluvioso, si no era mucho pedir, al menos, bastante encapotado; no era nada imposible lo que pedía, nadie se hubiera extrañado, los demás veraneantes podían prescindir del sol por un día, dedicarse a otros menesteres, podían aprovechar para ir organizando la vuelta de las vacaciones, salir de compras, tomar un baño en la playa diferente al de los demás días..., pero el cielo no escuchó sus súplicas, o, puede que las oyera y decidiera ser democrático y contentar a la mayoría.

Helia se levantó con un mal presentimiento, esos días solían ponerle el cuerpo muy mal, esos días le creaban un inexplicable desasosiego, una fuerte desazón, difícil de compartir y de entender por los que la rodeaban.

Remoloneó en espera de alguna nube protectora, de algún chubasco salvador, aunque hubiera sido breve, que le permitiera poder llevar a cabo su compromiso sin necesidad de poner al límite su frágil salud psíquica.

El tiempo pasaba rápido, el día, a medida que avanzaban las horas, y el sol se colocaba en su cenit, se hacía más y más cálido, más y más brillante, más y más temible, más y más amenazante. No cabía duda, era ineludible ser sorprendida por el camino por uno, o, a lo peor, más de uno, de esos terroríficos seres que la amenazaban en días soleados y calurosos como aquel, por una de esas criaturas diurnas cuyo aspecto, Helia, no podía soportar.

Con el corazón desplazado hacia su garganta, Helia se vistió ligera de ropa, aunque hubiera deseado tener un mono de esos, con escafandra y todo, como el que recordaba haber visto en alguna película en la que el protagonista debía llevarlo puesto para protegerse de alguna maléfica radiación o del contacto con algún virus exterminador. Pero debería llevar algo para protegerse. Un jersey no podría resistirlo en un día como ese, y además, sería una protección tan parcial..., no valía la pena pasar calor para nada. Una sombrilla, cargando con ella, todo el tiempo abierta, le proporcionaría una sombra constante que la protegería del contacto con tan temibles criaturas. No, no lo veía muy claro, la sombra se desplazaría hacia algún lado, mientras por el otro podría ser atacada. Además, era un artilugio tan pesado para cargar con él todo el camino abierto que la haría llegar exhausta y nada le aseguraba una total protección. Una toalla colgada al hombro, eso podría ser un arma de defensa, le proporcionaría cierta protección... Pero nada, una simple toalla, por muy XXX que fuera su tallaje, no le garantizaría un total aislamiento, en caso de ser atacada. Trataba de imaginar la escena, la toalla no serviría para nada.

No podía soportar la incertidumbre, los nervios empezaban a comerla, el tiempo avanzaba y no había resuelto cómo ir. Llamaría por teléfono disculpándose y olvidaría el asunto, pero...cómo podía hacer eso, perdería una oportunidad única, de esas que solo se presentan una vez en la vida, además, ella era una persona valiente, arriesgada, qué ridículo dejar de hacer algo importante por su maldito temor. Lo mejor sería no hacerse más planteamientos y coger el camino de una vez. Rezaría para no verse asaltada por los monstruosos seres, confiaría en la protección divina, o, mejor sería no pensar en ello, distraerse con alguna creación imaginaria, ir cantando, olvidar que esos monstruos existen; al fin y al cabo, a las demás personas les pasan desapercibidos, no les importunan, incluso hay quien los encuentra bellos (¿?), pero, ¿cómo?, si tienen el aspecto más terrorífico de cuantas criaturas puedan existir en la tierra e, incluso, en el inframundo de los sueños... "Helia, ponte en marcha, llegarás tarde; lo peor que podría suceder si uno de esos monstruos te ataca sería sufrir un infarto, de miocardio, o cerebral, da lo mismo, eso te mataría y se acabaría tu sufrimiento, o, en el peor de los casos, te dejaría en un estado de alienación total, hasta que alguien te encontrara viva o muerta".

Helia se decidió a abandonar el seguro sombraje del cobertizo de su vivienda, con las piernas temblorosas, igual que el día en que uno se examina por vez primera del carné de conducir, sin apenas sostenerse erguida sobre el suelo, empezó a dar unos tímidos pasos hacia la calzada y se adentró por el árido descampado donde, a cielo descubierto, brotaban grupitos de ramas de hinojos de esos que huelen tan bien, pero que, ella sabía que se trataban de un mal presagio, pues, en alguna ocasión había leído que su temibles enemigos ponían sus huevos en las filiformes hojas de esas aromáticas plantas. Recordaba cómo, antes de haber leído tal cosa, en alguna ocasión había saboreado el jugoso néctar con sabor a anís que desprenden esas ramas al ser chupadas o mordisqueadas. ¡Qué horror!, que desazón sintió al leer aquello, podría haber ingerido sin darse cuenta uno de esos diminutos huevecillos y haber desarrollado dentro de su organismo uno de esos insectos con aspecto demoniaco.

Su paso se aceleraba por momentos más y más. Su cabeza era mantenida firme hacia el frente mientras sus ojos giraban en todas direcciones. Sentía deseos de dar media vuelta y regresar sobre sus pasos como alma que lleva el diablo, pero no se atrevía a mirar atrás, su punto de partida debía quedar ya tan lejano que era preferible andar lo que le quedaba; aunque, era tanto..., se hacía tan interminable... Las gotas de sudor chorreaban por su frente haciendo que las cejas no dieran abasto y se les amontonara el trabajo, con lo cual, no podían evitar que el salado líquido entrara en los ojos nublando la vista, produciendo escozor e impidiendo llevar a cabo la tan importante tarea de alerta para no ser atacada desprevenidamente.

Estaba en la labor de enjugar las lágrimas de sus escocidos ojos con el borde de la falda veraniega, cuando fue sorprendida por una sombra que delataba que era sobrevolada por algo que se acercaba en su misma dirección.

Un sobresalto hizo bombear con más fuerza su corazón la sangre, que notó cómo le subía repentinamente hacia el cerebro haciendo sentir los latidos en sus oídos; un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo, no sabiendo en qué dirección huir se quedó paralizada observando los movimientos de la sombra. Con temor levantó su cabeza dirigiendo su mirada hacia el cielo; un leve alivio le permitió hacer una respiración completa, pues, en el momento de ser sorprendida, ésta se había vuelto entrecortada y acelerada; pero ahora podía ver cómo el objeto de sus temores se alejaba volando por delante de ella y se perdía en el infinito. ¿En qué lugar la estaría esperando, en qué punto de su camino?. Pero había que proseguir, no se podía quedar paralizada en un lugar como ése donde, seguro, volvería a verse atacada, una y mil veces más, no por una, sino por un millar más.


¿Qué sería de ella?..., nunca tenía que haberse arriesgado a acometer esa proeza. No saldría indemne de esa situación. Recordó una película que había visto hacía muchos años en la que unos asesinos habían descubierto la fórmula para llevar a cabo el crimen perfecto, de tal manera que sometían a sus víctimas, todas ellas personas que padecían algún tipo de fobia, a la exposición repentina e indefensa del objeto causante de ese terrorífico e irracional miedo. No sobreviviría. Un pánico atroz la atenazaba. Ya no podía dar marcha atrás, ya no podía continuar su camino, en aquel paraje no había ni una maldita sombra, ningún cobijo; le entraban ganas de cavar un hoyo en la tierra e introducirse en él hasta que cayera la tarde, pero no podría enterrar su cuerpo por entero; si metía la cabeza, no podría respirar y moriría asfixiada, y si dejaba la cabeza al descubierto, era blanco seguro si se acercaba alguno de esos horribles monstruos alados que pululan por ahí durante las soleadas y calurosas mañanas estivales, activados por la energía solar que recogen sus alas a modo de auténticas placas solares.

Llegado ese momento, Helia ya no podía más. No podía avanzar ni tampoco retroceder. Intentaba sacar fuerzas de flaqueza, pero ¿de dónde?. Estaba arrepentida de su cita, a la que ya no llegaría a tiempo, pero le daba todo igual, moriría achicharrada por el sol o a causa de un infarto, o ahogada bajo la árida tierra, antes de poder seguir dando un paso más, antes de llegar a cualquier sitio. Ya nada importaba, ni presente, ni pasado ni futuro, tan solo deseaba una nube, un chubasco, un cambio en el tiempo, amenazante para el enemigo, ¿cómo hubo algún momento en el que pensó que podría superar aquel trance, que podría arriesgarse y llevar a cabo su hazaña?, ¿es que no conocía el alcance de sus fuerzas, es que no sabía del límite de su miedo?

Haciendo uso de un leve residuo energético que aún le quedaba intentó caminar de nuevo. Con esfuerzo y sin aliento logró avanzar unos pasos. Intentó acelerar su ritmo, intentó correr como si alguien la persiguiera. El terreno que aún restaba por recorrer siempre era el mismo, no disminuía para nada, no veía nunca el final; si lograba salir de ese trance ya nunca volvería a funcionarle bien el corazón; el corazón, que parecía haberse desplazado de su lugar de origen, y, dividiéndose en pequeños trozos, haber ocupado el resto del cuerpo.

Sin muchas esperanzas continuó su camino, tendría que intentar no desfallecer y llegar a su destino sea como fuere, tarde o temprano tendría que enfrentarse a su miedo, todos tenemos que enfrentarnos a nuestros miedos para seguir avanzando. La suerte estaba echada, el retroceso era imposible o, todo lo más, desaconsejable, el avance era la única opción deseable.

Con decisión y valentía Helia prosiguió su andadura, pero sólo ella sabía cómo se sentía por dentro. Trataba de no pensar en la aterradora imagen que intuía aparecería ante sus ojos a no mucho tardar. El sol, cuyos rayos recibía directamente en su cabeza, el insoportable calor, el miedo, el delirio, el agotamiento, todo ello hizo perder facultades a Helia y caer vencida contra el suelo. Aquello fue terrible para ella, si se veía atacada en ese trance, no estaría en condiciones de huir corriendo, estaba indefensa... Pero, exterminadas sus fuerzas, no solo no luchó por levantare, sino que la extenuación la obligó a permanecer unos minutos tumbada en el suelo y pareció aletargarse por unos instantes, sin poder evitar que sus párpados cayeran aislando los órganos de su vista del insoportable paisaje donde se hallaba inmersa. Cuando, sacudida por un sobresalto intuitivo, abrió los ojos e incorporó su cabeza, no pudo soportar estar allí, en aquel horrible lugar, derretida por el sofocante solanero, sola por completo, sin nadie que le brindara su mano, su protección, su amparo, sin una sombra bajo la que cobijarse, sin fuerzas para huir, sin ánimo, sin aliento, sudorosa, embadurnada de tierra, con algún rasguño sanguinolento que se había hecho al caer; sola, frente a frente, con la imagen de ese ser tan temido para ella, tan repugnante, tan aterrador, tan infernal, que se hallaba a tan solo unos metros de donde Helia yacía en el suelo.


No podía soportar su simple visión. Su cuerpo sólo acertaba a moverlo en convulsas sacudidas, pero no lograba enderezarse y salir corriendo. El monstruo parecía estar reposando de su vuelo. Levemente acariciaba la superficie de un áspero matorral propio del árido paisaje mediterráneo, apenas movía sus alas, parecía entretenido y sin ganas de marcharse. Helia se preguntaba angustiada cuál sería su próximo movimiento, si emprendería un corto revoloteo a ras del suelo dirigiéndose hacia donde ella se encontraba o, ¡Dios lo quiera!, alzaría su vuelo a muchos metros de altura y navegaría rumbo al infinito y más allá.

Como si de un zum se tratara, avanzó con su vista hasta el monstruoso insecto y, dejando atrás la distancia que los separaba, clavó su mirada en él y comenzó a observarlo con detenimiento en un morboso y obsesivo acto. Con el mayor de los descaros, se fijó en las alas, completamente tiesas, como de pergamino matizado en suave terciopelo, las dos se movían a la par, al mismo tiempo, eran grandes, en comparación con el minúsculo gusano que las soportaba, con un fondo de color blanco amarillento, atravesadas por oblicuas líneas negras que semejaban el dibujo propio del pelaje de las cebras. Un escalofrío recorría el endeble cuerpo de Helia y una náusea tras otra amenazaba con expulsar el ya lejano en el tiempo desayuno de esa aciaga mañana. Pero Helia, sin perder detalle, seguía observando con fijeza la anatomía de tan repugnante bicharraco. Las alas, amplias en su parte delantera, abiertas como en abanico, formaban como una especie de triángulo acabado en el vértice de su zona caudal, la más repugnante, la más amenazante. Esa especie de colitas negras, adornadas con esos recortes tan inquietantes, semejantes a los dibujos que forman las ondas recortadas en un papel quemado, salpicadas por unos como ojos en un azul profundo, rodeados de un borde rojo que llaman la atención como si te miraran con una mirada fija, obsesiva, desafiante, desconcertante, paralizante y, al mismo tiempo te predispone para la huida cuando el cuerpo responde. No podía soportar la idea de que esas repugnantes alas pudieran llegar a rozar su desnuda piel. Moriría ipso facto, si es que conseguía sobrevivir a la sola contemplación del monstruoso lepidóptero.

Aterrada estaba Helia, sus arterias parecían ir a estallar de un momento a otro, un sudor frío recorría su piel, cuyo tono variaba desde un rojo escandaloso a un amarillo pajizo imposible de imaginar bajo ese potente sol que iluminaba y quemaba aquel aborrecible paisaje; el corazón, esperaba verlo asomar de un momento a otro por su boca, pues parecía no soportar quedarse dentro del cuerpo, un cuerpo extenuado, sucio, lacerado y al borde del colapso, y ella, desfallecidas las fuerzas por completo, dudaba entre provocarse el desmallo, claudicar en un infarto o continuar sobrellevando ese trance hasta donde su mermada fortaleza le permitiera. A punto de perder el conocimiento estaba cuando otro sobresalto la hizo sospechar el tan esperado infarto. Irremediablemente moriría en ese escenario, no había ya nada que la pudiera salvar. El asesino insecto había alzado el vuelo tan solo a unos centímetros del suelo y se dirigía hacia ella. Su cuerpo estaba paralizado, su cabeza a punto de estallar, tenía la sensación de estar sudando gotas de sangre; la presión en los oídos la había hecho ensordecer, y una nebulosa nube emborronaba su vista. La opresión en el pecho era insoportable, no podía distinguir si llegaba a ser dolor o simplemente era opresión, pero daba igual, estaba convencida de estar sufriendo un infarto en toda regla, o, lo que es peor, que aquello terminara en un ictus cerebral que la dejara atada a una silla de ruedas para el resto de su vida, y eso, suponiendo que alguien la encontrara antes de convertirse en cadáver podrido bajo el sol. Pero, por suerte, el abyecto lepidóptero, dando un quiebro a su vuelo, cambió el rumbo y comenzó a elevarse, alejándose hasta que desapareció de su vista.

Armada por las pocas fuerzas que aún conservaba, hecha unos zorros, con la salud completamente mermada, fuera de sí, sin poder recordar casi quién era, ni, por supuesto, a dónde iba, ni siquiera de dónde venía, Helia comenzó a caminar con paso torpe pero decidido, tropezando pero evitando volver a caer, avanzando sin demora, sin detenimiento, sin mirar atrás, comiéndose los metros bajo sus pies, hasta llegar a una zona urbanizada. Su mente estaba confusa, recordaba vagamente la cita que había causado su infeliz desplazamiento, no sabía qué hora era, no podía memorizar la hora del encuentro, lo más probable es que fuera ya demasiado tarde. No estaba en condiciones de visitar a nadie. Caminaba sin rumbo fijo por un paseo que había encontrado, seguía la línea de las palmeras, inerte, desconcertada, acabada. En su mente se preguntaba qué le había pasado en realidad, qué explicación daría cuando por fin se decidiera a pedir ayuda, a buscar a alguien que la socorriera, al menos, que le indicara el camino de vuelta a casa. ¡Cómo iba a decir que un tropiezo así había causado en ella tal estrago!. Nadie la creería. Y, maquinando en su estrujada cabeza posibles respuestas a la curiosidad de la gente y a las preguntas que ella misma se hacía, de repente divisó el mar y quiso llegar a él, para lo cual ya no le quedaban suficientes fuerzas. Al llegar a la orilla, cayó de bruces sobre la arena y perdió el poco conocimiento que aún le quedaba. Alguien la encontraría y la llevaría de vuelta a casa, pero nadie llegaría a saber nunca que una mariposa había sido la causa de que perdiera su irrecuperable cita. Gracias a Dios, la salud sí pudo recuperarla.














Solariana Penalva

domingo, 1 de agosto de 2010

Dientes de cemento y hormigón



Cuando la marea de asfalto termine por fagocitarme entre sus dientes de cemento y hormigón;
cuando me deshaga en diminutas partículas reabsorbidas por las caries de sus estrechas ventanas,
en cuyo interior se respira la limosnera benevolencia del aire contaminado que resoplan sus descarnados ventiladores
mientras esperan que la canícula se vaya desprendiendo de su vital energía para dar paso a temperaturas más benignas,
mientras el fuego que calcina aceras y terrados nos mantiene alejados del infierno agresor e irreverente del polvoriento exterior,
mientras los marineros buscan el refrescante sombraje de un cuartucho mal habitado por una desvencijada piltra cubierta de huevos de ladillas,
donde poder refrescar su miembro viril en las pantanosas aguas de los entresijos públicos de una furcia cualquiera,
mientras no queda ya al alcance ninguna alternativa para contrarrestar las soporíferas y dantescas temperaturas citadinas que no sea la de permanecer cautivo entre cuatro paredes convertidas en refrigeradores humanos,
y los cuerpos, semi chamuscados, duden de su inútil resistencia a no sobrevivir,
tú juguetearás con tus sucias artimañas,
con tus pretextos desprovistos de cualquier sentido,
con tus infantiles caprichos desmedidos,
con tu iconoclasta sentido de la realidad,
y habrás matado mi último aliento vital,
el único que mantenía mis constantes al mínimo,
mientras te convences a ti mismo de que no vale la pena modificar la vida
mientras sean los demás los que sufren alteración.


Solariana Penalva

lunes, 26 de julio de 2010

El Estanque Azul

Good Friday - Coco Rosie





Magia en el bosque...,
¡silencio!,
duermen las ondinas ya
en el estanque azulado.

Tienen un jardín flotante,
donde invitan a los duendes
a bañarse por las tardes,
y un rincón privilegiado
donde se refleja el cielo
que les trae todos los días
un trocito del océano.

Entre azul y más azul
entona la ondina su canto.
No es un blues, tampoco un soul,
es como si cantara un ángel
en el infinito azul
reflejado en el estanque.


Solariana Penalva